Por Pilar Gómez Rodríguez.
En 2013 dos gestores culturales y artistas decidieron crear un espacio para acoger el arte que les interesaba y que no veían representado por ningún sitio. Así, en un antiguo edificio industrial, en el centro de Madrid, nació La Neomudéjar. Creció sin apenas apoyo, a pulso. Once años después, algunas de sus apuestas de inicio se han convertido en main stream. Pueden parecer muy modernas ahora, pero Francisco Brives y Néstor Prieto ya han recorrido esos caminos. Con ellos repasamos este periodo y abrimos un hueco en la historia del arte español más reciente para este centro de arte de vanguardia y experimentación: es ahí donde debe estar La Neomudéjar.
¿Cómo surgió o qué os movió a abrir este proyecto tan distinto, tan rompedor, hace ya más de una década?
España atravesaba una situación compleja de muchos cambios políticos y el arte estaba enfocado en unas líneas muy concretas de un mercado conservador. El videoarte había empezado a sufrir una larga temporada de sequía y era necesario generar un contenedor para los nuevos medios, que creara nuevos públicos.
Éramos conscientes de que el siglo había comenzado y que la gente seguía anclada en el pasado sin entender que las nuevas corrientes de las vanguardias se habían fraguado en este tránsito histórico. Creo que la crisis del 2008 había hecho mella y los lenguajes artísticos politizados estaban proscritos, el street art en Madrid operaba clandestinamente y las multas se cebaban con los grafiteros. Nosotros abrimos nuestros muros a esta disciplina apostando por el muralismo que conocíamos de México y Colombia, con contenido contestatario. Nos comprometimos con esta disciplina mucho antes de que Tabakalera sacara sus muros decorativos a la calle y que pinta Malasaña convirtiera el graffiti en el escaparate de los diseñadores gráficos. Cuando esto sucedió, y además con el seguimiento y apoyo de algunos artistas que habíamos apoyado, dejó de interesarnos como disciplina. El proyecto se enfocó como una reclamación para la diversidad, el rupturismo y la creación de nuevos públicos. Nuestro festival IVAHM operó en la ciudad durante diez años sin recibir nunca ni un solo céntimo del erario público. Con él viajamos desde el 2012 a cuatro continentes y más de treinta países. Publicamos catálogos, hubo un flujo constante de artistas y otros festivales vinieron a Madrid gracias a nuestra gestión. Siempre nos enfocamos en mirar lo que pasaba en otros lugares del planeta y fomentamos la internacionalización del videoarte con vías de doble sentido.
¿Cómo queríais diferenciarlo de los otros espacios de creación y exposición?
No había necesidad de diferenciarse: cuando nacemos, nuestra propuesta era única en ese momento. Tanto de filosofía, como de referentes y programación continuada, no había en la ciudad nada comparado a lo que La Neomudéjar proponía. Un espacio abierto al público seis días a la semana, sin bar, con precio de taquilla (lo que supuso un aluvión de críticas y detractores, aunque después todos copiaron el modelo) que inauguraba los miércoles por la mañana y que sólo programaba street art, videoarte, arte sonoro, danza butoh y performance durante los cuatro primeros años. Después fuimos reconocidos por el ICOM como Museo con colección y las lógicas y obligaciones derivadas de aquello nos abrieron otros horizontes y compromisos con los artistas locales.
Junto a esta trepidante actividad, sumamos la edición de un periódico de distribución gratuita donde volcábamos nuestra visión sobre el arte y la política. La tirada era de 2000 ejemplares y se imprimía en rotativa cada dos meses (eso también se replicó después por otras instituciones como Casa Encendida). Pero, sin duda, teníamos clara la conciencia de que el modelo museístico que nos interesaba crear era el de Sudamérica: el Museo da Maré o de Favela en Brasil; el Museo Rayo en Colombia; Laboratorio Arte Alameda o Ex Teresa en Mexico… Museos que conocimos gracias a nuestro festival IVAHM de videoarte y el foro iberoamericanos de Cultura 2012 en Quilmes, donde fuimos la primera institución civil invitada.
Lo que ahora se plantea como una novedad museal llega con diez años de retraso. El museo vinculado al barrio, contextualizado con las problemáticas sociales, comprometido con la precariedad, la vulnerabilidad, la decolonialidad, la identidad o el género fueron temas abordados desde nuestro arranque y afortunadamente hay materialidad (periódicos, catálogos) que lo corrobora. Exposiciones como Los niños de tiempo de Jacqueline Bonacic-Doric, basada en los “imbunches” mapuches (decolonialidad); o El hambre de Ze Carrión (anorexia, hambrunas, brutalidad policial); las performances de Shahar Dor, o los conflictos bélicos de Marc Janus en Víctimas y olvido son algunos ejemplos.
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