Martella, Ceric´, De Précy y otras sombras del jardín
¿Quién habla con estas palabras poderosas, distintas, sugerentes? ¿Es el misterioso Jorn de Précy, cuyas manos dieron forma en el siglo XIX al jardín desaparecido Greystone y escribieron en 1912 El jardín perdido? ¿Es el poeta Teodor Ceric, que cultiva prosa en Jardines en tiempos de guerra? ¿Cuánto importa el nombre, la persona, cuando las frases quedan resonando en nuestras cabezas por cambiarnos el paso, el punto de vista y las ideas que teníamos sobre algo?
Esos dos autores, De Précy y Ceric, le sirven de presentación y máscara a Marco Martella. Nacido en Roma en 1962, Martella es escritor, jardinero, dirige la revista Jardins y –a diferencia de los hombres anteriores– existe. Ha publicado con su nombre en la editorial Elba –que comparte con sus heterónimos–, Un pequeño mundo, un mundo perfecto y está a punto de ver la luz Fleurs. Con él hablamos de juegos y sombras en el jardín y de este lugar como un espacio de humanismo, cultura y resistencia más allá del mero recreo.
La creación de sus dos heterónimos es maravillosa. Dos personajes inquietantes por sus formas, sus postulados vitales y sus expresiones. ¿Por qué lo hizo? ¿Es posible que desde la ficción se juzgue mejor la realidad?
Yo diría que es sobre todo un juego. Un juego conmigo mismo y con el lector que, sobre todo en el caso de mi primer libro, El jardín perdido, debe encontrar pistas en el texto como en una novela policiaca. En general, para mí es agradable, y más fácil, avanzar enmascarado. Al disfrazarme, siento que estoy más cerca de una cierta verdad; la mía, sin duda.
Hace años intenté escribir un ensayo sobre jardines pero no me gustaba lo que salía de mi pluma, me parecía aburrido y siempre me sonaba un poco artificial. Entonces decidí hablar como si fuera un anciano (Jorn de Précy, el autor ficticio de El jardín perdido), un poco misántropo y muy crítico con el mundo moderno, para quitarle hierro al asunto, y, en cuanto empecé a escribir así, todo sonó más verdadero, mucho más sincero.
Teodor Ceric, el poeta croata, fue un puro placer y él también habló de lo que sé mejor que yo. La literatura es siempre una forma indirecta de explorar la realidad y, a veces, de decir lo que de otro modo no podría decirse. Y no olvidemos que fue en un escenario teatral donde Shakespeare o Calderón de la Barca hicieron decir a sus personajes que la vida es un sueño.
¿Cómo, cuándo y por qué se interesó por los jardines?
Siempre he pensado que todo empezó con mi padre, que me obligaba a cultivar con él en nuestro pequeño jardín de Roma, encargándome las tareas más ingratas: desbrozar, regar, rastrillar… Son las que sigo prefiriendo cuando cultivo. Hace poco me acordé de las historias que me contaba mi madre sobre el jardín de limones y naranjos de Palermo donde pasaba sus vacaciones de verano en los años 40, durante la Segunda Guerra Mundial.
Era el jardín familiar de su padre. Italia estaba en plena contienda, pero este jardín era un lugar de deleite para mi madre cuando era niña. Mientras lo investigaba, descubrí algunas historias peculiares sobre mis antepasados sicilianos, donde el aroma de las flores de limón se mezcla con los asuntos de la mafia. Hice de esto el tema de una de las historias de mi último libro, Fleurs. En cualquier caso, gracias a las historias de mi madre empecé a ver el jardín como el lugar de una felicidad perdida, una felicidad que uno intenta encontrar toda la vida y que solo a veces volvemos a conseguimos.
El mundo, dentro de sus márgenes, vuelve a ser habitable por momentos (puede ser sólo un sueño,
pero ¿a quién le importa?). Allí, el alma destrozada, parafraseando al gran escritor Enrique Vila-Matas, encuentra una apariencia de orden. Él hablaba de la novela, pero eso también vale para el jardín.