Arte reciclado de conciencia animal
Si hay un lugar en mundo en el que Miguel Aparici Banegas se evade, es en su cueva. “350 m diáfanos llenos de cachivaches” explica, esparcidos a lo alto por el quinto piso de un edificio industrial de L ́Hospitalet, donde cuenta con todo lo que necesita: un muelle de carga, un ascensor industrial y cinco metros hasta el techo. Lejos queda este, su séptimo estudio, de aquel improvisado en la habitación de un amigo ilustrador. Solo cuando las piezas comenzaron a ocupar hasta la bañera “me busqué algo más grande. En este ya llevo 12 años. Cuando cierro la puerta se me pasa todo. Es la zona donde nadie me molesta”.
Es allí donde cuida de sus criaturas, hechas de vidrio, madera, hierro y todo aquello que encuentre por los mercadillos y los descampados de descarga que suele visitar. Dar una segunda vida a los objetos encontrados no es nuevo para alguien que siempre ha “reivindicado el reutilizar las cosas, el encontrar la belleza en donde la gente no lo ve”, elevando las piezas en desuso a arte reciclado con conciencia ecológica, pero sobre todo estética. Una mentalidad generalizada que él ya llevaba de origen. Como aclara “era normal llegar a esa conclusión de no tirar tanto. Tampoco soy un abanderado porque lo que yo hago es arte, pero si se asocia, aparte de que estoy de
acuerdo, no me molesta”.
Aunque le entrevistamos con motivo de su creación escultórica, Aparici ha forjado la mayor parte de su carrera como director de arte de publicaciones como el Jueves o National Geographic. Fue a principios del nuevo siglo cuando, después de pintar improvisadamente una lagartija con lo único que tenía a mano, café, descubrió “el placer de la cuchara, el líquido, un poco como arte japonés.” Supuso descubrir “una cosa que no era arte” o, al menos, él así no lo pretendía. “Si no, me hubiese bloqueado”.