Dos meses después de su lanzamiento, a Maya Beiser le cuesta hacer balance sobre el recorrido de su último álbum. “Profundizo tanto en cada proyecto, le pongo tanto de mi ser, que cuando lo dejo salir intento pasar página. Pero estoy feliz, creo que he tenido éxito”, explica desde el otro lado del teléfono. El objetivo cumplido de la violonchelista de 57 años, considerada como una de las diosas del instrumento, no era otro que rendir tributo a otro mito, Phillip Glass, con una nueva relectura de sus obras más bellas. “Quería que la gente pudiera ver lo que yo veo en su música”, añade la israelí, dueña de una historia vital tan polifacética como su música. El disco, Maya Beiser x Phillip Glass, supone una muestra más del carácter transgresor, inconformista y siempre virtuoso de una estrella del rock en contenido y forma que, da la casualidad, toca el violonchelo.
Ahora que has tenido la oportunidad de canalizar el poder creativo de Phillip Glass, ¿dónde crees que reside su genialidad?
Lo primero en lo que es único y brillante es en cómo la música fluye de él. Lo he visto componer y podría subirse en un avión y escribir una sinfonía. Algunos compositores lo pasan mal, pero en ese sentido Glass es más Mozart que Beethoven. Su música es pura y conecta con nuestro ser, por eso tanta gente la ama. Sus melodías suenan diferentes cada vez que las escuchas, evolucionan, cambian… El poder de su música es que puedes escuchar la misma pieza en diferentes ambientes y convertirla en algo muy personal. Es una plataforma abierta.
¿Cuál fue tu reacción cuando te pidió que tocaras junto a él?
Recuerdo que me invitó a su casa en Nueva York y estuvimos hablando sobre otros proyectos que tenía. Después me preguntó si me iría de gira con él y no me lo pensé dos veces. Fue maravilloso trabajar juntos porque es un hombre y un compositor brillante.
¿Qué sentiste al volver al escenario de nuevo tras los meses de confinamiento?
Fue tan extraño como bonito. En mi forma de vivir la vida siempre he tratado de abrazar el momento y usarlo como parte de mi experiencia. Así que cuando la Covid llegó, y toda mi gira desapareció de un plumazo, no me senté a llorar. Lo vi como una oportunidad para explorar otras partes de mi vida personal y artística. Hice algunas actuaciones virtuales, pero no tiene comparación porque el poder del directo es precisamente esa energía que se crea, esa conexión comunal. Fue genial estar de vuelta.
¿Cómo llegó la música a tu vida?
Crecí en un kibutz de Israel, una comunidad de jóvenes idealistas que querían cambiar el mundo. Como era una comuna yo no dormía con mis padres, así que las dos horas al día que estaba con ellos me las pasaba escuchando los discos que ponía mi padre, que era argentino y gran amante de la música. Y en particular, los de Pau Casals. Conecté desde muy pequeña con ese sentimiento de amor y felicidad que, para mí, es lo que da realmente sentido a la música.