
Con El jacarandá, Gaël Faye vuelve a deslumbrar con una novela poderosa, emotiva y profundamente humana. Ocho años después del fenómeno mundial Pequeño país, el autor regresa con una historia que atraviesa generaciones, cicatrices y geografías, y que confirma su talento para transformar la memoria en literatura vibrante. A través del viaje íntimo de Milan, un joven marcado por el silencio familiar y el deseo de entender sus raíces ruandesas, Faye construye una narración inolvidable sobre el trauma, la identidad y la fuerza de quienes se atreven a reconstruirse. Es una obra luminosa, valiente y desgarradora, capaz de conmover desde la primera página y quedarse contigo mucho después del final.
La historia empieza en Versalles, a mediados de los noventa, en un entorno aparentemente tranquilo. Milan crece rodeado de afecto, pero también de una ausencia difícil de nombrar: su madre apenas habla de su pasado ni de su familia.
El silencio se vuelve una sombra constante, y con los años, esa falta de respuestas se convierte en una inquietud cada vez más profunda. Todo cambia con la irrupción de las noticias sobre el genocidio en Ruanda. Esa violencia, hasta entonces lejana, se cuela en su vida y lo obliga a mirar hacia un origen que desconoce, pero que de pronto se vuelve imposible de ignorar.
La llegada de Claude, un joven herido que su familia acoge durante unos días, marca un punto de inflexión. A través de él, Milan empieza a conectar con un dolor que no entiende del todo, pero que lo afecta de forma directa. Es entonces cuando surge la necesidad de ir más allá de lo que se le cuenta. Años después, en su primer viaje a Ruanda junto a su madre, ese territorio desconocido se transforma en una experiencia profundamente transformadora. Lo que encuentra allí no es solo un país marcado por la violencia, sino también una cultura rica, amistades nuevas, momentos de alegría inesperada y una historia que le pertenece, aunque apenas la empiece a descubrir.
A partir de ese primer contacto, su vínculo con el país se va tejiendo con idas y venidas, durante más de dos décadas. En ese trayecto, el narrador explora temas como el pasado colonial, las heridas de la guerra, el esfuerzo por reconstruir desde los escombros y la complejidad del perdón. Pero también hay espacio para lo cotidiano, para la música, para las cenas compartidas, para los paisajes que se graban en la memoria. Lo íntimo y lo colectivo se entrelazan con una delicadeza poco común. Nada está forzado. Cada escena parece avanzar al ritmo de la vida real: a veces con fuerza, a veces con lentitud, pero siempre con verdad.
Una de las grandes virtudes de esta novela es su sensibilidad. Nada se cuenta de forma grandilocuente, pero todo se siente. El tono es contenido, casi poético, y en esa contención está precisamente su fuerza. No hay golpes de efecto ni recursos fáciles para emocionar, sino una narración honesta, que respeta tanto a sus personajes como al lector. El dolor no se evita, pero tampoco se explota. Se muestra tal como es: complejo, confuso, y a veces, inexplicable.
El personaje de Stella, que aparece más adelante en la historia, aporta una nueva mirada. Su historia familiar, también marcada por los silencios, se convierte en una especie de espejo para Milan. Juntos, a la sombra del jacarandá, van descubriendo que las raíces pueden estar enterradas, pero no desaparecen. Ese árbol, capaz de florecer tras la tormenta, no es solo una imagen hermosa, sino una metáfora poderosa de lo que esta historia transmite: la capacidad de renacer incluso desde la pérdida más profunda.

Más allá de los hechos históricos o del conflicto político, lo que realmente permanece es lo humano. Las emociones, los vínculos, la búsqueda de sentido. Hay escenas que se quedan grabadas por su belleza sencilla: una conversación en la noche, una canción compartida, una despedida silenciosa. Y es en esos momentos donde el autor demuestra, una vez más, que tiene un oído excepcional para captar lo esencial de la vida, incluso cuando el contexto es el más doloroso posible.
Terminar el libro deja una sensación difícil de describir. Es como volver de un viaje que no querías que acabara, pero sabiendo que algo dentro de ti ha cambiado. No es una lectura ligera, pero tampoco es pesada. Es profunda, cálida, necesaria. No busca dar respuestas, sino abrir preguntas. Y lo hace con una elegancia tan natural que es imposible no recomendarla. Porque hay historias que no solo merecen ser leídas, sino sentidas. Y esta es una de ellas.