Junto a la gastronomía, los cafés, el arte, el carácter monumental de la ciudad, sus hermosos barrios y sus maravillosas tiendecitas de todo tipo, Paris cuenta con algo que debería ser nombrado bien inmaterial de la Humanidad. Es el sexy, orgánico y transparente chic parisino que flota en el aire de la ciudad y cobra vida de repente en el estilo de una chica que sale del metro o de una mujer de cualquier edad que lee en la terraza de un café o en un banco de una de sus románticas plazas. En un intento por definirlo, hablamos del chic como
de un “je ne sais pas”, de “allure” o “charme”, de ese inexplicable matiz especial que las mujeres parisinas otorgan a su forma de vestir, de maquillarse y de peinarse que escapa a cualquier definición precisa y que las hace únicas. Pensad en Françoise Hardy en los años sesenta, en su larga melena y su flequillo de cortina, o en Jane
Birkin y su cabello siempre gamberro y tendremos una imagen aproximada de lo que el chic francés significa desde hace décadas.
Sesenta años más tarde y con todos los cambios de todo tipo que el paso del tiempo implica, el chic parisino sigue ahí. Impertérrito. Activo. Tan seductor como siempre. No importa que la moda haya cambiado, que los hábitos sean otros: ahí están Lou Doillon, treinta y tantos, actriz, modelo y cantante e hija de Jane Birkin, la también modelo Caroline de Maigret o Jeanne Damas, fundadora de la exitosa firma de moda Rouge, todas ellas una representación fiel del chic parisino de estas primeras décadas del siglo XXI. Ahora bien: ¿qué hay detrás de un estilo natural, sin artificios y super sexy, que tiene, además, la capacidad de interpelarnos? Decía Coco Chanel que “la sencillez es la clave de la verdadera elegancia”. Ahí podría estar el secreto, o al menos uno de ellos. El chic huye de lo recargado, de la sofisticación explícita (de la otra, la que no se ve a simple vista, las parisinas saben mucho), de los tejidos y líneas suntuosos de la artificialidad, y se queda, en cambio, con las camisetas de rayas marineras y las camisas blancas, con los gorros, las incombustibles boinas, los sombreros y bolsos de paja, con los vestidos ligeros a la altura de la rodilla, las gabardinas clásicas y el amor incondicional por el azul marino. Ines de la Fressange, musa de Karl Lagerfeld durante años, guardiana de las esencias del chic parisino y su embajadora más comprometida, tiene alguna clave más.
Hace diez años, y en colaboración con Sophie Gachet, por aquel entonces editora de moda de la revista Elle, Ines publicó “La Parisina”, una guía que se convirtió de inmediato en la biblia del chic francés y en la que la diseñadora y modelo declara que adquirirlo es, en realidad, muy sencillo. Bastaría con introducir estos siete clásicos en un vestuario: “chaqueta masculina, gabardina, jersey azul marino, camiseta blanca, vestido negro, vaqueros y chaqueta de cuero”, dice. Y Frédérique Verset e Isabelle Thomas argumentan en su libro “Estilo Parisino”: “Las modas cambiarán, nuestros cuerpos evolucionarán, pero estas prendas estarán siempre a nuestro lado. No importa el tiempo que las tengamos arrinconadas: un día las redescubriremos con placer”. Pero en este chic, al igual que en cualquier otra forma de elegancia, hay algo tan importante como el fondo de armario, y ese algo es la actitud, y una “mise en scène” que Carine Roitfeld, ex directora de Vogue Paris, define muy bien en esta frase: “no me gusta que el maquillaje parezca muy elaborado. Me gusta más cuando parece que tenía cosas más importantes que hacer que mirarme al espejo”. Porque si hay algo que estas mujeres detestan son los acabados perfectos: el maquillaje definido, el peinado siempre en su sitio. “Cuanto más, mejor” es un principio que no va con ellas.