El perfume ha sido desde siempre un objeto de deseo inmaterial cuyo frasco le otorga una entidad tangible capaz de convertirse en una obra de arte o una codiciada pieza de coleccionista
Por Carmen Lanchares
Viene siendo habitual entre las marcas de perfumes tener algún cameo con artistas, artesanos o arquitectos que plasmen en el diseño del frasco lo que su interior esconde. Una relación efímera, la más de las veces, que puede acabar en matrimonio. En cualquier caso, esa suma de talentos y creatividad se salda con verdaderas obras maestras. El diseño del frasco no es baladí. Es el preludio de la esencia que encierra, el que abre expectativas y lo primero que convierte un perfume en objeto de deseo. Porque, inconscientemente, las fragancias también nos entran por los ojos.
Desde las artesanas vasijas de la antigüedad hasta hoy, los frascos de perfume han sido también reflejo de las corrientes culturales y artísticas del momento así como refinados objetos decorativos. Sirvan de ejemplo los delicados frascos renacentistas de cristallo veneciano o los esencieros del siglo XVIII de fina porcelana pintada con motivos propios de las artes decorativas de la época. Ya en el siglo XX, las marcas de perfumes empiezan a dar un carácter excepcional a sus creaciones recurriendo a colaboraciones con artistas, un valor añadido tan atractivo como el surgido del fértil encuentro entre las firmas de perfumería y maestros vidrieros, como Baccarat o Lalique, de cuyos talleres han salido auténticas piezas de museo y de subasta.
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